Hablemos de él, hablemos de ti y de los diálogos de la botella de Clara.
Él apareció a pocos metros. Uno de tantos botellones. Tantas, pero solo una botella. Esa que estaba en las manos de Clara y terminó echa pedazos junto al tronco más cercano al río.
Tú ya estabas allí. Bailabas moviendo tus caderas al compás de la música. Uno de los clasicazos que guardan tus amigos en sus móviles táctiles (Por suerte sigo orgullosa de mi pequeña pantalla y mis ganas de esforzarme por apretar las teclas). El clásico sonaba cuando decidiste dejar de mirar tu cintura y centrarte en la mano que te arrebató la botella que Clara, minutos antes, te había ofrecido. La mano y una sonrisa con explicación. Alcohol, humo y una cara bonita. El alcohol provocó que su timidez acabase en dos besos. El humo contribuyó a que horas después no te acordases de su nombre. Su bonita cara encantó a unos ojos que a pesar de hacerse pequeñitos cada vez veían más. No hizo falta mantener una conversación, en el ritmo de la música estaba la mejor de todas ellas.
La botella pasó por muchas manos: tu derecha, su izquierda, las del resto de amigos. Tus ojos se esforzaban por no rozar sus labios tan rápido, y sus labios lo hacían por probar cuanto antes tu juguetona lengua.
Hubo mordiscos, sonrisas, risas. Mordiscos que provocaban la misma cercanía que poco después iba a ser la responsable de seguir con el juego. Sonrisas que ofrecian confianza y risas que hacian dudar. No vi partida más larga que aquella. Era cuestión de minutos devolver una botella y el equilibrio se perdió una hora después. La música había desaparecido, los amigos habían desalojado el lugar, las otras botellas no contenían ya líquido y el humo ya no era un "obstáculo". ¿Y en todo ese tiempo qué? Una mano, dos manos, tres... y cuatro. Un beso, dos mordiscos, tres manotazos. Un beso apasionado, dos corteses y tres al aire. Dos mordiscos juguetones, uno gracioso aunque algo doloroso y tres suaves, muy suaves. Tres manotazos, dos que podían confundirse con irónicas caricias y uno que servía para hacerse de rogar. Y entre el beso, los mordiscos y los manotazos alguna que otra palabra suelta, una petición de su nombre y una botella mareada. Tú le advertiste de las consecuencias de aquellos mareos. Él confiaba en su habilidad. Pero cuando tientas demasiado a la suerte ésta deja de estar de tu lado. Su competitividad pedía jugar otra partida y tú inseguridad decidió acabar en tablas. Así, sus primeras sonrisas por tus inquietos mordiscos ya no eran más que descontroladas carcajadas que embobaban a su cara bonita; el nivel de alcohol en tu cuerpo consiguió que olvidases la timidez de horas antes; la pasión de vuestros besos perdió alocadamente el control, y todo ello junto con el humo y sus consecuencias provocaron que uno de tus leves manotazos le hicieran perder el equilibrio.
Y así fue como acabó la botella: hecha pedazos junto al río pero aún sin recoger (...)
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