Tan solo unas milésimas de segundo me invitaron a creer que hay algo más allá; algo que un día me devolverá el sentimiento que creamos, algo que me recordará donde creció nuestra confianza, algo que un día me enseñara la única y verdadera realidad.
Mi llanto despertó a tu silencio; nuestros cuerpos se rozaron. Tomaste mi mano protegiéndome del frío que desprendían mis dedos y entonces una de mis lágrimas se derramó sobre tu pómulo derecho. Me sujetaste con fuerza contra ti; mi pecho chocó contra tu frente. Y mi barbilla no pudo evitar deslizarse por tu suave cabello. Te abracé fuerte, muy fuerte. Mis brazos se amarraron al cuello que tantas veces rocé con mis labios, el único capaz de hacerme perder mi inestable estabilidad. Entonces lo hiciste, apretaste mi cintura con tus yemas mientras mi aliento se perdía entre tus enormes párpados. Y con la misma delicadeza con la que acostumbrabas a tratarme sujetaste mi cadera acercándola a la tuya. Hubiese recorrido tu espalda con las palmas de mi mano, como sé que te gusta, pero me conformé con ofrecerte todo el aire que quedaba dentro de mi. Poco a poco, muy poco a poco, y acercándome a los lóbulos de tus minúsculas orejas soplé cerca de los oídos donde tantas veces se perdieron mis susurros. Tu irresistente mano derecha acarició la parte trasera de mi cuello y al mirarte vi reflejada en el cristalino iris de tus ojos la sonrisa más sincera y bonita que hasta ese instante no conseguí regalarte. No pudiste controlarlo más y así fue como por primera vez tus lágrimas se depositaron en la comisura de mis labios hasta llegar a la pequeña estrechez escondida entre mis pechos. Y mirándote fijamente besé tus carnosos labios y recé al Dios en el que me habías enseñado a creer para que ese instante no terminase jamás.
Mis ojos comenzaron a nublarse, la debilidad de mis brazos buscaba desesperadamente la fuerza en los tuyos, mis rodillas perdían progresivamente el equilibrio hasta que mi debilucho cuello dejó definitivamente de sujetar mi cabeza; tus manos empezaron a sudar a la vez que tus gritos iban desapareciendo en el vacío. Te contemplé por última vez, y sin hablar, entre anhelos y con los ojos empapados me despedí. No aguantó más, mi esmirriado cuerpo se desvaneció junto al tuyo al mismo tiempo que mis débiles latidos yacían en el lugar más profundo del delicado corazón que un día aprendí a compartir contigo.
Entonces sucedió, me adentré en el único sueño que desde niña sigue desvelándome. Echando la vista atrás, y dejándote al otro lado del caudaloso río, volví a recorrer el mismo sendero al que nunca encontré fin. Y volvió a ocurrir, tus huellas marcaron mi camino y nuestros cuerpos volvían a encontrarse; fue como aquella primera vez, cuando aprendí a sentirte. Fue la primera vez que el intenso dolor me permitió disfrutar, durante milésimas de segundo, del espectacular paraíso que poco después se esfumó hasta dejar de contemplarte.
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