¿Alguna vez habéis tenido la impresión de que llegaréis a la treintena y seguiréis viviendo en casa de vuestros padres?
A pesar de mis nervios y emoción la mañana se presentaba normal: sonaba el extridente “tinoníno tinoníno tinoníno ní” de siempre en el despertador de mi teléfono móvil; la vecina de enfrente sacaba, una vez más, brillo a sus ventanas; alguno de mis pies, esta vez el derecho, se mojaba pisando uno de los cientos de charquitos de pis que dejaba “Sou” (demasiado apropiado), nuestro perro; el baño tenía el mismo papel que siempre: ninguno, y los calzoncillos de mi hermano con sus respectivas zurraspas, estaban encima de mi bolsa de aseo. Lo dicho, hasta entonces la misma mañana normal y rutinaria que desde hace veintisiete años.
Cuando salí de la ducha y seguía teniendo mi toalla encima del bidé en vez de tirada en el suelo como acostumbraba a hacer la inoportuna de mi hermana pequeña, me extrañé. Aún más raro fue seguir escuchando de fondo un tema de los Arctic Monkeys en mi habitación, alguna mano “bruja” siempre tenía que evitarlo.
Pillé la primera camiseta que encontré en el armario y me puse el mismo pantalón oscuro que llevé la noche anterior, como decía mi abuela: lista para ir a un entierro. Bajé las escaleras a corre prisa para coger mi almuerzo, comunicarles la noticia y salir de allí antes de aguantar lo mismo de siempre: a papá discutiendo con el irresponsable de mi hermano por haber vuelto a encontrar en alguno de sus bolsos hierba mortífera, como él decía; a mamá quejándose del piercing en la lengua que se hizo hace ya millones de meses la “rebelde quinceañera” de mi hermana y para colmo, al maleducado y enfermo de próstata dando ladridos entre todo ese jaleo.
Al bajar el último escalón y no oír nada de aquello un escalofrío muy eléctrico y extremadamente eso, frío, recorrió mi cuerpo, algo anormal estaba ocurriendo. Entré en la cocina y el silencio chocó contra mi cuerpo: ni los ladridos, ni las demás onomatopeyas se oían por ningún lado. Justo hoy, cuando una vez más me había decidido a firmar. De repente y casi matándome del susto me sorprendieron dos golpes secos en la ventana y una de esas sonrisas con doble propósito de mamá.
¡Sorpresa! Una caravana de diecisiete metros cuadrados y cinco efusivas y emocionadas caras (dos realistas, dos fingidas, una sin expresión) iban a acompañarme durante un eterno mes. ¡Bien jovencita, lo has conseguido! Eso fue lo que me dije al ver reemplazados los noventa metros cuadrados de un acogedor, económico y céntrico piso que ya no sería para mí. Ahora más que nunca tengo la impresión de que pasaré la treintena y seguirán apareciendo obstáculos, ¿por qué lo son, verdad?
Bueno, yo tenía la misma sensación hace unos meses y de pronto la vida hace ZAS y ala, te encuentras viviendo sólo, comiendo fatal y acumulando pilas de ropa monumentales xD
ResponderEliminarDale tiempo, cuando llegue el momento no querrás irte.